El Poder Popular: Un horizonte siempre abierto

Homar Garcés /

Podría argüirse, no sin razón, considerando los ejemplos de Cuba, Nicaragua y Venezuela, que una revolución socialista consigue fomentarse y sostenerse desde las alturas del poder, de arriba hacia abajo, desde el gobierno, contando con el control de las estructuras del viejo Estado; una vez que se produzca el desplazamiento de las oligarquías y de sus servidores políticos y legislando con una mayoría parlamentaria subordinada (como otras de distinto tenor) al poder ejecutivo, sin separación de poderes, en algunas situaciones como lo harían los políticos conservadores o de derecha. Algunos comúnmente llegan a justificarlo casi del mismo modo como lo hicieran por mucho tiempo atrás sus antecesores, afirmando que de no ser así el pueblo no tendrían un propósito mayor al de sus intereses y necesidades particulares, postergando o perdiendo el entusiasmo por un proyecto revolucionario que percibiría como una cuestión remotamente lejana y difícil de lograr; especialmente cuando en el panorama internacional se produce una reacción en cadena de los sectores hegemónicos o dominantes que ponen en riesgo de desaparecer toda noción de democracia habitual, con un imperialismo gringo agresivo y dislocado bajo la conducción del supremacista Donald Trump. Esta ultima realidad logra que se acepte el argumento de quienes favorecen que una revolución socialista tendría que fomentarse y sostenerse desde el poder constituido. Sin embargo, aun con ello en mente, podrá afirmarse tambien que dicho argumento ha de estar respaldado por una firme orientación y unas medidas en permanente renovación y profundización que garanticen la organización y el desarrollo autónomos de un poder popular realmente amplio, inclusivo y altamente democrático. Sin este factor tan importante, una revolución de tinte y sentido socialistas difícilmente avanzaría en la conquista de sus objetivos como serían la supresión de la propiedad privada de los medios de producción, la explotación de los trabajadores y productores primarios por los dueños del capital, la participación y el protagonismo de los sectores populares en el ámbito político (no estrictamente electoral) y la transformación estructural del Estado; además de la desalienación total de los seres humanos y el respeto por la diversidad viviente de la naturaleza.
No se puede obviar (bajo ningún concepto) que la horizontalidad del poder y, junto con ella, la concepción que se tenga en relación con la praxis de la democracia participativa y protagónica, cubre un ámbito mucho mayor y significativo que el simple hecho de tomar la palabra y decidir con la mano en alto en una asamblea de base. En su libro “El sueño de una cosa (Introducción al Poder Popular), el profesor argentino Miguel Mazzeo plantea que “la horizontalidad, vista como procedimiento, no constituye un valor en sí misma, como tal sirve para apuntalar los procesos de autoemancipación de las clases subalternas, cuando contribuye a la construcción de autonomía y poder popular. Ahora bien, existen otras dimensiones de la horizontalidad que remiten a aspectos sustantivos de un proyecto popular y que son prefigurativos de la nueva sociedad, básicamente una crítica al principio de representación y a la división entre dirigentes y ejecutantes, una reacción frente a la teoría revolucionaria concebida como un conjunto de saberes (en muchos casos, recetas) en posesión de especialistas en cuestiones políticas universales, la búsqueda de una forma que socialice las funciones de dirección, el rechazo del socialismo visto como un mero sistema de transformación objetiva de la economía”. Contrariamente a lo que es una práctica común -asumida incluso por quienes abogan desde la izquierda tradicional por una revolución socialista- al erigirse grupos elitistas como los llamados a decidir y a dirigir en nombre de todos los ciudadanos, la realidad del poder popular rebasa los estándares típicos de la democracia representativa al apuntar al desmontaje radical de las relaciones de poder a las cuales se nos ha acostumbrado. De otra forma, no sería poder popular ni podrá hablarse de ninguna especie de revolución socialista, sobre todo si todavía se dejan intactas las mismas estructuras políticas, sociales, económicas y culturales contra las cuales reaccionan negativamente las mayorías.
La posibilidad del cambio mediante la organización y la acción directa colectivas ha sido una perenne consigna de toda experiencia de transformación revolucionaria. Sin embargo, esta se halla expuesta a las manipulaciones, las tergiversaciones y los intereses corporativos e individuales de quienes -por obra y gracia de la fortuna y del arribismo- se convierten en dirigentes. De este modo, siempre surge y permanece la interrogante en torno a cuáles son los factores que determinan la desviación y el “fracaso” de las distintas revoluciones del pasado; simplificando la respuesta entre muchos respecto a que no podría alterarse el orden establecido, sin que hayan consecuencias negativas. Es una cuestión vital a la que se enfrenta todo revolucionario que se jacte de serlo y que, en algunos casos, frente a las arremetidas de sus enemigos de clase, puede socavar su fe en el futuro de la revolución. La explicación mas sencilla posible se halla en la tendencia a ver al pueblo del mismo modo como lo han hecho desde siempre los sectores dominantes: como una masa voluble, sin conciencia de sí misma e incapaz de idear y de llevar a cabo iniciativas creadoras en función de su propia emancipación. El poder popular no seria otra cosa que el poder decisorio y transformador de los sectores populares, vinculado, obviamente, al cambio estructural del Estado y de todos los factores que lo sostienen y lo legitiman. No es, por tanto, la simple proclamación de leyes orientadas a darle un grado mayor de participación y de reconocimiento oficiales. Tampoco la cooptación ni el clientelismo político, convirtiendo a los diferentes grupos y sectores populares en apéndices funcionales u operativos de una gestión de gobierno aparentemente socialista; lo que impedirá que surja y se mantenga un verdadero poder popular.
Desarraigar estas viejas prácticas políticas es una de las principales tareas que debe imponerse a sí mismo el poder popular. Si todavía persiste la idea de que es necesario un gobierno que acompañe su transición y su consolidación, este tendría que estar sujeto a las normativas y a las estructuras que garanticen el protagonismo, las decisiones y la participación de las mayorías. Un poder popular con tales características debe expresarse siempre a través de la movilidad y la creatividad del pueblo organizado, en un horizonte abierto. Por consiguiente, los revolucionarios, lejos de obstaculizarlo por distintas razones, deberán combatir toda tendencia de burocratización, de pragmatismo, de autoritarismo, de verticalismo, de dogmatismo y de culto a la personalidad; como paso fundamental para la construcción de una hegemonía popular. Con esta misión clara se podrán eliminar la hegemonía del capital parasitario, su visión materialista y su explotación indiscriminada de recursos y de personas; transformando de raíz la historia humana.

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